No es tan fácil estar quieto si te lo piden. Hace unos meses estaba formando a un grupo numeroso de profesionales de la educación. Soy psicóloga, formadora de formadores e hiperactiva. Quién me conoce lo sabe.

Normalmente tengo la necesidad de moverme mientras explico contenidos, me ayuda a concentrarme. No es que lo quiera hacer intencionadamente, es absolutamente espontáneo, me equilibra, me centra.

En un momento determinado, una asistente me pidió muy amablemente si podía estar quieto, puesto que se me escuchaba menos en función de la zona donde me desplazaba.

Me bloqueó. Intentar voluntariamente controlar un acto que es espontáneo, hizo que se generara en mí, un grado de malestar altamente significativo, y, de manera paradójica, me provocó todavía más la necesidad de movimiento. Yo también, muy amablemente, le pedí a qué zona era desde la que no se me escuchaba bien, y me continué moviendo por el resto del auditorio. Porque lo necesito.

Joan tiene 7 añitos, y, desde que tiene conciencia, recuerda como en casa y en la escuela le piden que se esté quieto, escuche y que no moleste a los hermanos o a los compañeros.

Siempre ha tenido la convicción de que él no funciona bien, todo el mundo le hace ver continuamente y lo regañan mucho por no estarse quieto. Él no lo hace porque quiere, sino que no se puede controlar, aunque todo el mundo piensa que si que lo podría hacer.

Joan se siente incomprendido y todo ello le genera ansiedad, aumentando su descontrol. No se siente ayudado ni aceptado ni en casa ni en la escuela. Con los amigos a veces tiene problemas precisamente por esta imposibilidad de poder estarse quieto.

Si en casa, en la escuela y con los amigos no está bien. ¿De dónde se sujeta? ¿De dónde puede sacar la estabilidad emocional necesaria para adaptarse, para sentirse acompañado y recorrer el camino de la vida?

 ¡Estate quieto!

Las dos situaciones son similares, pero entre yo y Joan distan 38 años de diferencia. A los dos casos, el entorno no integra que, este movimiento es un acto espontáneo y no intencional, y es, por lo tanto, necesario para nuestra regulación.

Cuando se prescribe quedarse quieto, la única cosa que se genera es un alto grado de malestar y un aumento de la necesidad de producir la conducta no voluntaria.

¿Cuántas veces nos han prescrito que nos reiríamos (acto espontáneo) con un chiste que nos iban a contar y, entonces, no nos ha hecho ninguna gracia?; ¿o nos han dicho que fuéramos a ver aquella película tan buena que no nos ha gustado sólo por el hecho de estar predispuestos a que nos gustaría?; ¿o cuántas veces un “estate tranquilo” nos ha producido justamente ponernos más nerviosos?

Siguiendo pues la lógica paradójica, cualquier abordaje de la hiperactividad, ya sea desde la escuela o desde casa, que se base principalmente en darle la orden de que el niño se esté quieto, provocará, en consecuencia, el efecto contrario.

Por lo tanto, continuará moviéndose todavía más, y el adulto lo interpretará como una provocación, entrando en una espiral distorsionada que determinará un tipo de vínculo entre adulto y niño, basado en la confrontación.

“Tenemos que dejar de dotar de intencionalidad aquello que tiene un origen neurobiológico”

quieto

¿Problema de conducta o hiperactividad?

La diferencia entre una dificultad de comportamiento y la hiperactividad se basa en la voluntariedad y la espontaneidad antes referida. Un niño que desafía, hace una conducta con intención de provocar un conflicto.

En el niño hiperactivo su acción, es espontánea, basada en una carencia de auto-regulación e inhibición de la conducta, y tiene un origen neurobiológico. No puede estarse quieto.

¿Pero, como adulto, es posible diferenciarlo? A menudo, no. Principalmente, porque un mismo acto (por ejemplo molestar a un compañero o interrumpir) puede tener una o la otra causalidad.

Además, se pueden dar las dos situaciones a la vez, es decir, un niño con hiperactividad (acto espontáneo) también puede tener dificultades de conducta (acto voluntario).

En estas situaciones, el adulto acostumbra a perder el poder, pues a menudo, es el niño el que acaba controlando la situación mediante la negatividad o el recibimiento de atención. Intentos de solución, como castigos variados, pueden ser efectivos en un momento inicial, pero no solucionan nada, porque no provocan la mejora del comportamiento.

El empoderamiento del adulto 

Es importante volver a vincularse con el niño, y esto pasa por reestructurar positivamente su conducta, eliminando toda intencionalidad negativa de sus actos, y buscando una causalidad positiva de su acción.

A posteriori, prescribimos el síntoma. Esto nos permite poner al niño en un doble vínculo: si es opositor, y continúa haciendo lo que hace, volvemos a empoderarnos, puesto que nosotros lo permitimos.

Los niños con problemas de conducta con esta prescripción intentarán boicotearnos otra vez dejando de hacer la conducta, desestructurando. Por otro lado, si es hiperactivo y le permitimos la conducta ya no tendrá la necesidad de hacerlo, reduciéndole la ansiedad significativamente.

A partir de ahora, hagan lo que hagan, por una causalidad o por el otro, la mejora de comportamiento está asegurada. Y consecuentemente, desaparece el conflicto.

Un ejemplo real 

Miquel (nombre ficticio) tiene 6 años y medio. Siempre ha sido un niño muy inquieto y movido, lo que ha desencadenado algunos problemas en el aula y también en casa.

La maestra llama a la terapeuta para pedir orientación cuando sucede una situación concreta. Últimamente, a la hora del dictado de números, cuando ella va denominando cada una de las cifras, Miquel de manera voluntaria (claramente) dice otro cifra, lo que provoca la risa de los compañeros.

La maestra inicialmente omite atención, pero llega un momento que Miquel se va empoderando de la situación, y ella, ya no puede tener más paciencia y lo invita a marcharse de clase, diciéndole que puede volver cuando tenga ganas de hacer trabajo y esté callado. Miquel, sonríe en el auditorio victorioso y marcha orgulloso de haber vencido a la maestra.

La terapeuta escucha atenta todos los intentos de solución de la maestra para conseguir reconducir la situación, que no han resultado efectivos, a pesar de su buena voluntad.

Y le recomienda una reestructuración cognitiva con connotación positiva para Miquel. Mañana, buscará un momento para hablar con Miquel con intimidad y le dirá lo siguiente: “Miquel, te quiero pedir disculpas. Hasta hoy no me he dado cuenta de que tú eres muy bueno en matemáticas, y que por eso necesitas demostrarme que sabes mucho participando de manera activa en los dictados.

Gracias Miquel por hacerme dar cuenta, ¿y sabes qué?, además esto ayuda a tus compañeros que son más tímidos a animarse a decir respuestas a otras asignaturas.

Por lo tanto, puedes continuar haciéndolo. También te querría pedir un favor, a ver si me puedes ayudar. Cuando yo necesite que algún compañero tuyo vergonzoso, responda, te haré una seña porque tú intervengas. ¿Te parece bien?”.

Os podéis imaginar cuál fue la reacción de Miquel. Al cabo de unos días, la maestra al hacer el dictado de números, él hizo un primer intento, la maestra lo sonrió haciéndole la señal e, inmediatamente, paró la conducta distorsionada.

Al cabo de unos días Miquel le dijo a la maestra que para ayudar a los compañeros a participar él levantaría la mano primero sin que hiciera falta que ella le dijera nada.

La maestra le hizo ver una perspectiva de la realidad diferente, con una intención positiva, eliminando inmediatamente el conflicto, y prescribiendo la conducta, para bloquearla, tanto si era intencional como espontánea, y metiéndole en un doble vínculo donde él perdía totalmente el control de la situación. La maestra ganó el poder sin combatir.

Rincones de movimiento y rincón de enfado

La prescripción del síntoma, tanto en el aula como en casa, se puede establecer en unas condiciones determinadas. Para regular la sobreactividad estableceremos rincones de movimiento dentro del aula, una zona determinada, delimitada, por ejemplo, por una cinta adhesiva. A dónde podrán ir si tienen necesidad de moverse.

Y también si hace falta, rincones de enfado (fuera del aula, a un espacio acordado con el niño) con material que permita la descarga emocional (por ejemplo, almohadas para pegar, hojas para desgarrar, colores para romper).

En casa, los rincones de enfado se establecerán escogiendo con nuestro hijo un espacio donde pueda descargar su malestar. En los dos ambientes el único límite que no está permitido es la agresión a los otros, tanto verbal como física.

Si sucede tiene que tener consecuencias significativas que el niño tiene que saber previamente. Una vez vuelve del rincón de regulación (de conducta o emoción) el adulto sigue “como si” no hubiera pasado nada.

Imagen 1. Rincón del enfado

Imagen 2. Rincón de movimiento

Consecuencias del cambio

La eliminación del contenido negativo de la conducta pasa del “no quieres” a “necesitas hacerlo para estar bien y esto nos ayuda a todos”, desapareciendo el conflicto y la escalada simétrica que llevaba a la explosión y la pérdida de control de las dos partes.

Paralelamente, el adulto vuelve a tener el control de la situación sabiendo gestionar la conducta del niño, lo que le da un rol de autoridad positiva y cercana dentro del grupo clase o en casa con la familia.

Los compañeros, en el caso del aula, también dejan ver la conducta del niño como alterada y se ve como una característica personal que no tiene intención negativa y que él regulará progresivamente.

Todo esto desemboca en una mejora global de la comunicación y la relación, así el adulto se convierte en un referente para el niño con el que se siente seguro y aceptado.

Helena Alvarado

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